Lo aposté todo.


La misma que, a fuerza de quererte tanto, fue olvidándose de las reglas del juego. Aquellas en las que dabas para recibir y apostabas para ganar. Las reglas en las que invertías todo lo que tenías porque creías. El riesgo de perderlo todo no entraba dentro de las posibilidades. Aquellas en las que endeudarte y que embargaran una parte de lo que eras no tenía lugar entre las alternativas.
Lo aposté todo.
Puse todo lo que tenía en tus manos. Puse en ellas mis sueños contigo, un futuro a tu lado y el compromiso más importante de todos: un lucharé hasta el final.
Lo siento.
Siento sentir aún tu último abrazo. Siento soñarte sin querer, despertarme con la respiración entrecortada, que se me desgarre el alma y que cada uno de tus recuerdos me arañe el corazón. Porque sí, ya me llegas en color sepia, difuminado en nitidez y provocándome suspiros cargados de algo muy diferente a lo que alimentaba los primeros que escuchabas cerca de tu oído.
Y no puedo más.

No puedo aferrarme a la idea de que las cosas se terminan justo cuando iban a empezar, justo cuando la cima estaba al alcance de la vista. Llámame suicida, pero sentirme en el barranco, más que echarme para atrás, me dan ganas de lanzarme e intentar aprender a planear. Planear un nosotros que me niego no llegue a existir. 

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