Y así sin más, pasó. Conectamos. Me miraste con cara de "te voy a pasar las fotos que he sacado esta tarde en el parque y te vas a enterar de lo que es un buen paisaje": Yo esperé a que dieses el paso de confesarme que andabas con megas lentos tras haber consumido todos viendo vídeos en página de incógnito. Y no me costó nada hacerlo; ese día tenía muchos gigas libres bebidos y megas de sobra para compartir en petit comité. Y me abriste conexión. ¿En tu móvil o en el mío? Dijiste. Y con la mirada te sugerí que en el mío, que me gustaba jugar en casa. Que mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Y te apunté en la agenda. Llamada perdida a tu terminal. Y ya estaba. Estábamos en 3D comenzando algo en 4G. Las baterías estaban al 90% pero bastó tu cargador portátil para acabar de poner los dos teléfonos al 100% y que aguantasen toda la noche. Te sobraron los 140 caracteres que tiene tu inutilizado Twitter y una publicación de no mención en mi heterogéneo Facebook para conquistar mis ganas. Y la verdad es que lo conseguiste. Me enganché al Whatssapp y a los emoticonos que escasas veces había utilizado. A los selfies de mira lo que te estás perdiendo.
Y gracias por ser de una forma u otra, mi fuente de tráfico de vida y por almacenar mis datos en tu cabeza, mi foto de perfil en la galería en la carpeta de "Pantallazos" y por permitirme acceder a todos y cada uno de tus contenidos. Incluso a esos que creías haber eliminado, pero se quedan en una pequeña y conocida por pocos carpeta en el fondo de tu móvil. Y que esto no se acabe hasta que nos quedemos sin batería.
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